Opinión

Ni endiosar ni satanizar

Ha muerto Fidel Castro y el hecho “ha dado la vuelta al mundo”, como se dice coloquialmente, pero, en este caso, lo coloquial refleja con fidelidad la realidad. Esto es así porque Fidel Castro era de esos hombres (lo digo en términos genéricos) cuya vida fue tan notable, relevante e influyente, que hizo posible que una buena parte de la población del mundo contemporáneo supiera de su existencia.

Millones y millones de personas conocen, saben de la vida de ese cubano, pero muchos más, que ahora son infantes o que aún no nacen, sabrán de Fidel Castro. El revolucionario cubano es un personaje histórico: algunos lo colocarán en un pedestal tan alto o en tan gran profundidad, que harán imposible —en cualquiera de los dos casos— que se le pueda distinguir algún rasgo de humanidad.

Ya saben ustedes que en la historia de la humanidad nunca han dejado de estar presentes los individuos, grupos, pueblos o incluso sociedades que —carentes y ausentes del entendimiento de la razón, imbuidos por la ignorancia, asustados por sus propios miedos y atrapados en sus mitologías— todo lo sacralizan, lo convierten en imágenes fantásticas y tienden siempre a endiosar a los sobresalientes. Esto sucede en las religiones, pero también en la política y aún más hay que reconocer que el divinizar liderazgos es y ha sido una eficaz estrategia para acceder o para perpetuarse en él. Y en realidad no importa si son simpatizantes de la izquierda o de la derecha, pues los delirantes de ambas posturas políticas pueden, unos, endiosar a Marx, al Che, a Mao, a Stalin, a Kim Il-sung, a Chávez y, otros, endiosar a Hitler, Mussolini, Pinochet, Bush, Trump. Al final, de lo que se trata es de divinizar o, mejor dicho, de deshumanizar a tales personajes para que puedan ser utilizados, vivos o muertos, en propósitos tan terrenales como el del poder político.

Lamentablemente a Fidel Castro, los de la izquierda idólatra —especialmente ahora que ha muerto—, también lo endiosarán, es decir: lo deshumanizarán. Esto es lo que hacen siempre —ya sea en las religiones, ya sea en la política— los exaltados, los delirantes, los idólatras, los fanáticos.

Pero no hay que perder de vista que para poder endiosar hay que satanizar. No se pueden separar estos elementos de esa dualidad que ha acompañado siempre a las visiones mitológicas. Y lo mismo sucede con aquellas concepciones políticas ideologizadas. Por ello, los idólatras en las religiones como en la política no pueden endiosar si no encuentran, al mismo tiempo, a quien satanizar. Por ejemplo: Hitler, exaltando el nacionalismo alemán, ubicó a su imperio del mal en el pueblo judío; Stalin asesinó a millones de campesinos propietarios acusándolos de… malvados capitalistas burgueses; McCarthy, el senador ultraconservador de Estados Unidos, localizó a sus enemigos en los diabólicos comunistas, y siete presidentes de EU encontraron en Castro y en la revolución cubana a los enemigos ideales (situado a sólo 90 millas de la Florida) con los cuales justificar sus extremismos ideológicos y sus intereses imperiales.

Contrario a los exaltados, a Fidel Castro hay que reconocerlo, admirarlo y criticarlo en su condición humana y en la circunstancia tan compleja que vivió. Admirarlo en su lucha incansable en favor de los propósitos de igualdad social; en su colosal osadía para desafiar al gobierno imperial; en su gran dignidad para impedir que su país fuese humillado; en su formidable capacidad para enfrentar adversidades; en su gran inteligencia. ¡Sí! Todo ello es verdad, pero también lo es —aun tomando en cuenta la circunstancia de la Guerra Fría— que en el régimen político y en el gobierno que dirigió Fidel Castro por décadas se persiguió a la disidencia política; se combatió a quienes se atrevieron a pensar diferente; a quienes no compartían la ideología oficial. Esto no es justificable, menos aun en el nombre de la sociedad socialista.

El socialismo lucha por la igualdad que no por la uniformidad; pregona la dignidad humana, pero ésta es inalcanzable si no existen, en la misma condición y con la misma trascendencia, la justicia social y la libertad política.

Sería deseable, entonces, que Fidel Castro no fuese ni endiosado ni satanizado; que en Cuba, en México, en el mundo, se le pudiera dimensionar en su condición humana y tomando en cuenta la circunstancia que le tocó vivir. Así se podrá comprender mejor su enorme influencia histórica.

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