Opinión

Reglamentos municipales: un enorme compendio de disposiciones obsoletas, mal redactadas y que además no se respetan…

Existe una grave fractura entre legalidad y gobierno

Por: Íñigo Javier Rodríguez Talancón.

“Los gobernados pueden hacer todo aquello que la Ley no les prohíbe… en cambio los gobernantes sólo lo que la Ley les permite…” (Principio constitucional de legalidad)

El tono de un estado de derecho no corresponde a la cantidad de disposiciones legales existentes sino a su aplicación estricta. En México existe una cantidad ingente de leyes, códigos y demás reglamentaciones de pretendida observancia general; tenemos así un enorme caudal de dispositivos jurídicos para todo y que supuestamente norman los aspectos más nimios de nuestra realidad social; somos pues un país con muchas leyes, sin embargo, no somos un país de leyes, ya que cuando estas se aplican se hace en modo selectivo, y cuando no, que es en la mayoría de los casos, se convierten en letra muerta.

Si, como afirmo en el título de este artículo, los reglamentos municipales no se respetan, y éstos son los que definen las facultades que corresponden a los ayuntamientos y demás autoridades administrativas, así como los contenidos de cualquiera de sus actos de gobierno, entonces la mayoría de estos actos han estado aquejados siempre de una nulidad virtual; y, aunque sea difícil creerlo, de este tamaño ha sido el absurdo de su existencia gobernativa (…)

Y es precisamente en los ámbitos municipales donde se puede ver con mayor claridad este gran absurdo existencial: que en Celaya tengamos 79 reglamentos no equivale, para nada, a que las actuaciones administrativas de nuestras autoridades se hayan apegado a este amplio marco normativo.

Con frecuencia nuestros “gobernantes” se han manejado dentro de la primera parte del axioma constitucional que define el principio de legalidad, esto es, como si fuesen “gobernados”; y en esta absurda lógica han hecho todo aquello que a su desviado entender ha convenido, pues “la ley no se los prohíbe…”.

De este modo, por ejemplo, los alcaldes se han dedicado a despojar a los ayuntamientos de su facultad para convenir y contratar la obra pública, y así lucrar para su provecho personal con la asignación de esas obras; y lo han hecho pues la “ley no se lo prohíbe”; o han dispuesto siempre a su arbitrio de caudales o bienes públicos por el mismo supuesto motivo; o han practicado cualesquier otro acto abusivo en demérito del interés general por este mismo falso motivo (…)

En los municipios hemos vivido en un mundo kafkiano, un mundo al revés, donde los “gobernantes” se han comportado como “gobernados” cuando así les ha convenido, dentro de una dimensión jurídica absurda y aberrante.

Desde la época en que fui regidor del ayuntamiento (2006-2009) constaté esta desatinada situación (en aquel tiempo había 46 reglamentos); y es que esta enorme cantidad de reglamentos acumulados en forma desordenada, lo que en realidad refleja es el gran desprecio por la legalidad que las autoridades han tenido siempre; porque la existencia de tantas reglamentaciones ha sido sólo un pretexto formal para guardar las apariencias de legalidad.

Ahora se tienen 79 reglamentos, “más los que se acumulen”, cantidad que constituye un amplio compendio desordenado de multitud de disposiciones que técnicamente son “letra muerta”. Tengo varias semanas clasificándolas y tratando de entender sus enmarañadas relaciones; y de este estudio puedo hacer el siguiente diagnóstico preliminar:

(i) De entrada, existe un enorme desorden y dispersión en todo este conjunto de disposiciones reglamentarias, ya que se han emitido por décadas sin atender a ninguna metodología legislativa (esto refleja precisamente la grave desatención en comento);

(ii) Existen muchos reglamentos obsoletos (algunos datan de más de 35 años).

(iii) Existe una gran cantidad de reglamentos que se contradicen mutuamente (se han emitido nuevas disposiciones sin tener cuidado de abrogar las anteriores);

(iv) Existen múltiples duplicidades (también se han emitido nuevas disposiciones sin tener ningún cuidado de verificar cuales ya estaban vigentes, y qué aspectos de la administración normaban);

(v) Existen varios reglamentos que contienen disposiciones que no corresponden a las materias propiamente municipales;

(vi) Y existen otros reglamentos que, por el contrario, tergiversan o trascienden las atribuciones constitucionales propias de los municipios;

(vii) También existe una cantidad importante de reglamentos mal presentados, sin una articulación coherente, de pésima redacción y difícil comprensión;

(viii) Y hay reglamentos correspondientes a algunas materias (v.g. desarrollo urbano) que disponen “licencias” indebidas para algunos destinatarios específicos;

(ix) Por último, existen enormes vacíos normativos sobre aspectos que deberían estar reglamentados; en particular, respecto a supuestas “facultades” de los alcaldes que hasta ahora se han ejercido en modo arbitrario.

De este diagnóstico sobre un “marco normativo” con tantos defectos, contradicciones y vacíos, lo único que puede constatarse es que, aunque parezca increíble, los gobiernos municipales han desarrollado su actividad entre el absurdo de la ilegalidad y lo arbitrario.

Desgraciadamente los miembros de los ayuntamientos que hemos tenido -en particular de los que se presumía habían sido de oposición- nunca alzaron la voz por ignorancia o complicidad; la docilidad y la obsecuencia ha sido su marca (salvo raras excepciones, entre las que, honrosamente, me incluyo).

Y el supuesto órgano de control y fiscalización del proceso administrativo, la contraloría, ha sido sólo una puntual tapadera de los desmanes y abusos de los alcaldes en turno y de su equipo cercano. La impunidad ha permeado siempre, lo cual ha permitido que se reproduzcan trienio tras trienio todas estas prácticas corruptas al amparo de la ilegalidad y el capricho de los que supuestamente nos han gobernado.

Se espera de la administración entrante, que llega con un importante activo de legitimidad, ajuste sus actuaciones de gobierno conforme a una legalidad derivada de su marco normativo; pero para responder a esa expectativa hay que atender primero al problema de que el marco normativo existente no le servirá para mucho, y debería por ello ser redefinido:

– Primero, derogando paulatinamente todo este cuerpo reglamentario desordenado, obsoleto, redactado en forma engorrosa y peor articulado, que además no se ha cumplido;

– E irlo sustituyendo, también en modo paulatino, por otro en que, atendiendo a un método legislativo riguroso, se definan reglamentaciones claras, coherentes en su interior, y bien articuladas o sistematizadas con todas las otras reglamentaciones dentro de un mismo código municipal que ahora no existe; apegadas a la Constitución y a las leyes estatales de la materia; pero, sobre todo, que se cumplan.