La pandemia que no solo modificó la forma de vida de la humanidad, pues en nuestro país también lo hizo con las tradiciones y costumbres arraigadas, desde que se hizo la amalgama de la religión cristiana con las costumbres y tradiciones de las diferentes tribus nativas del nuevo mundo, y que sobrevivieron por casi los 500 años desde la caída de Tenochtitlán.
Pero aunque todos los mexicanos conocen las tradiciones de la Semana Santa, que se considera como preámbulo desde el Viernes de Dolores pero que se marca con el Domingo de Ramos, resulta interesante como los mexicanos conmemoraban la Semana Santa en el Siglo XIX, y como la vieron algunos autores de la época, incluso la inglesa Madame Calderón de la Barca, ahora que todos esos eventos están cancelados en la mayor parte del país.
Pero tampoco las costumbres no son iguales ahora que hace 30, 40 ó 50 años, para conmemorar la llegada al templo del Profeta de Nazarert.
En sus cartas, muy bien detalladas y publi-cadas en el libro “La vida en México, durante una residencia de dos años en ese país”, Frances Erskine Inglis, de origen escocés, esposa de Angel Calderón de La Barca, Primer Ministro Plenipotenciario de España en México.
Señala que el 21 de abril de 1840 en el Domingo de Ramos, asistió a la Catedral por la mañana y en breve, el templo “ofreció el aspecto de un bosque de palmas, agitado por un viento suave; y debajo de cada palma un indio casi desnudo, indios cuyos harapos cuelgan con maravillosa pertinacia; de cabelleras mates, largas y sucias en hombres y mujeres”.
“Muchos recorrieron largos caminos para que les bendigan estas palmas que vienen de tierra caliente, trenzadas en ingeniosas combinaciones. Cada palma tiene unos siete pies de altura -unos dos metros y 10 centímetros-, suficiente para cubrir las cabezas de los portadores”.
“Una vez bendecidas se las llevan los indios a los pueblos y con ellas adornan las paredes de sus chozas”.
El evento en el que participó, dijo que tuvo duración de ocho horas, tiempo en que estuvo arrodillada o sentada en el suelo. A partir de esta fecha, se cierran las tiendas y se abren las iglesias.
Y en sus artículos Ignacio Manuel Altamirano, compilados en el libro “Paisajes y Leyendas, Tradiciones y costumbres de México”, publicados también a mediados del siglo XIX, Narra las costumbres de los indígenas de su pueblo Tixtla, Guerrero de las que escribió que el Domingo de Ramos era in día de fiesta principalmente para los niños, que se levantaban temprano para ir a las huertas y cortar toda clase de perfumadas flores para adornar sus palmas.
En esa zona guerrerense existen numerosas variedades de palmas de las que enumera solo once, bien estudiadas por los botánicos, aunque señala que hay muchas más, con las que se construyen los techos de las chozas.
“Son las nueve; se ha llamado ya a la misa rezada; pero después, un repique a vuelo convoca a los fieles a las pompas de la misa mayor ¡la misa de las palmas!
“Los niños vuelan a la iglesia y encuentran la nave y el atrio llenos de una multitud inmensa y un océano de palmas que se agitan de verdura y flores.
“La iglesia es grande y amplia, pero la gente no cabe y derrama en las calles adyacentes y en la plaza. Suena la música, las campanas redoblan sus alegres repiques; una nube de incienso, del rico incienso del sur, se desprende de la puerta principal de la iglesia, la gente empuja, loa acólitos salen con sus ciriales de plata y luego aparece la dulce imagen de Jesús montado en su asna con su asnillo llevado en andas por un grupo de indios vestidos de gran lujo con camisas bordadas y calzones cortos de terciopelo azul.
Cuatro niños vestidos de túnicas rojas y de sobrepelliz, queman en incensarios de plata el xochicopalli y el quaconex, las gomas más delicadas de los bosques surianos. Detrás viene el sacerdote bajo de palio, acompañado de los dignatarios indios llevando varas con puños de plata.
“La procesión recorre el cuadro de la plaza, cuyas casas están adornadas de cortinas y de arcos de flores. En cada ángulo de la plaza se levanta un tablado que es un cerro de verdura y arriba veinte niños indígenas de entre siete y ocho años, provistos de sendos pañuelos llenos de flores deshojadas que arrojan sobre el Señor a su paso, cantando con voz argentina y bien acordada: “Hosanna! Benedictus qui venit in nomeni Domini!”
“El espectáculo es conmovedor y tierno. El Señor de Ramos, San Ramos; como lo llama el pueblo, sigue su marcha triunfal sobre una espesa alfombra de flores, y acompañado de la multitud palmífera hasta regresar a la iglesia que se cierra a su llegada.
“Después de los cantos místicos que hacen abrir el templo, la procesión entra, el sacerdote bendice las palmas y la misa se celebra con solemnidad, al son de la música sagrada y en medio de una nueve de incienso y aromas embriagadores”.
“Tal es el Domingo de Ramos”.




